martes, 22 de noviembre de 2011

La culpa




Este cuento nos describe al doctor Lamborghini, un señor de Sicilia que demuestra no ser local por su aparencia y forma de hablar extrañas. Él es visto en el parque Universitario. Este parque era entonces centro de compadraje aromoso provinciano. Ahí circulaban paisanos, magos, gitanas y otras personas a conversar e intercambiar conocimientos e ideas. El doctor Lamborghini era parte de estos maromeros y “charlas”. Con solo una mirada suya, todos se ponían a trabajar. Él dirigía el cuerpo de fakires que tenían como estrella a Yamal, quien obedeciendo órdenes llevaba a cabo actos peligrosos de “magia”.

En ese tiempo, si no hubiesen existido los magos, el destino hubiera obligado a los humanos que se inventen ya que la magia es la vitamina de la fe, y los mismos magos, los sacerdotes de la eternidad. Desde la revolución industrial, fueron los magos quienes pusieron a andar las máquinas y no la clase obrera soñando irse al paraíso. Muchos magos fracasan en el intento. El primer mago de la era moderna fue Robert Houdin, pero el más envidiado fue David Copperfield. El Perú antes de la era de la Chicana, la corte de Carabayllo y los invasores del cerro El Chivo, era tierra de magos. De otra manera no se explican ni la Líneas de Nazca, ni Machu Picchu ni cómo sobreviven tantos nacionales de a pie

El doctor Lamborghini tuvo su hora de gloria. Organizó el Primer Festival Mundial de Fakires, el cual fue todo un acontecimiento. El público se encrespaba, las damitas ajustaban y yo, un infante de 10 años, temblaba como una hoja de níspero ante el dolor ajeno. El doctor Lamborghini, en tanto, se llenaba de plata. Presentó el espectáculo “El fantástico hombre bestia” en el que él hacía de animador. Una persona del público tenía que poner llave a una reja para que no escapara la bestia, un hombre de mallas. El hombre de mallas se fue convirtiendo en una bestia, derribó la reja, cayó sobre el público y ocasionó 20 heridos. Un empresario roba la taquilla pero lo atrapan.


No supe nada de él hasta treinta años más tarde, cuando escuché su voz entre un grupo de alcohólicos. Cuando le pregunté qué hacía ahí, me echó la culpa por no saber echarle llave al Hombre Bestia.

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